Opinión
LA DEMOCRACIA CONSTITUCIONAL ECUATORIANA A LA LUZ DE LA EMERGENCIA SANITARIA
Luis Sánchez Baquerizo
La actual emergencia sanitaria ha servido como reflector de las fragilidades estructurales que padece la sociedad ecuatoriana. Quedaron en evidencia los enormes problemas políticos, económicos y sociales que viene arrastrando el Estado y que explican la magnitud de la tragedia actual: toda una catástrofe de consecuencias mortales que aún resultan inconmensurables. Como en los países con un número de habitantes que supera la media centena de millón, los afectados por el virus ya se cuentan por decenas de millares. En términos proporcionales, el Estado ecuatoriano ocupa los peores lugares con respecto a los índices de contagio y mortalidad a nivel mundial. Ello evidencia la insuficiencia y lo errático de las respuestas gubernamentales para paliar o disminuir a tiempo los efectos devastadores de la pandemia, especialmente sobre un número creciente de personas sometidas a altos grados de vulnerabilidad.
Efectivamente, según lo que se desprende de sus propias declaraciones y resoluciones, el gobierno ha mostrado no estar en capacidad de proveer un servicio de salud adecuado y al alcance de todos los posibles afectados por el virus. Además, ha pretendido excusar su incapacidad de gestión, durante el primer mes del azote de la pandemia, en la falta de recursos económicos necesarios para ejecutar una política pública integral en materia de salud, desde la contratación de personal médico, la adquisición de material sanitario hasta el equipamiento de centros de atención. Tampoco parece contar con el financiamiento para costear un confinamiento obligatorio y prolongado. Esto último habría motivado la implementación de una política de reactivación de las actividades por demás apresurada, escasamente planificada y sin las debidas garantías de seguridad. Sin embargo, lo que más ha llamado la atención fue la priorización gubernamental al pago de vencimientos de la deuda externa, justo en los días de mayor contagio y muertes de ciudadanos ecuatorianos y cuando el sistema de salud pública y los servicios funerarios en la ciudad más poblada del país se encontraban colapsados. En relación con este hecho llamativo, resulta altamente cuestionable el compromiso internacional asumido por el gobierno en lo referente a la aplicación de un programa económico de austeridad fiscal consistente, principalmente, en recortes presupuestarios relacionados con el gasto público, incluyendo los recursos destinados para la prestación de los servicios públicos en salud.
En este breve trabajo, se tratará de defender el siguiente argumento: – la catástrofe que enfrenta el país responde, en un grado muy considerable, a un ilegítimo ejercicio del poder público por parte de un gobierno que se ha apartado del modelo democrático establecido en la Constitución vigente. En otras palabras, se argumentará que la deficitaria e inaceptable gestión gubernamental de la crisis pandémica ha sido resultado de una visión acerca de la política democrática en general, pero de la política económica en especial, que es constitucionalmente objetable en un sentido amplio, tanto en lo que respecta a su pretensión de legitimidad democrática cuanto a su eventual compatibilidad con un régimen taxativamente republicano.
Así pues, según el marco jurídico vigente, el modelo ecuatoriano de democracia se encuentra condicionado a la satisfacción integral de los derechos constitucionales que garantizan el ejercicio, igual para todos, de las libertades fundamentales, junto con la cobertura de los bienes materiales mínimos que son atributos de una ciudadanía democrática. Es un hecho que la Constitución reconoce igual jerarquía a los derechos de libertad y de protección, de participación y del buen vivir. El primer grupo corresponde a los derechos civiles propios del liberalismo. El segundo, a los derechos políticos y sociales que son condición de posibilidad de una república democrática. Así también, el ordenamiento constitucional ecuatoriano se destaca por el establecimiento de un régimen de desarrollo explícito y marcadamente republicano en un sentido antioligárquico. El texto constitucional contiene disposiciones que imponen lineamientos redistributivos claros y concretos sobre la política económica, financiera, fiscal, comercial y laboral, que obligan al poder público por medio de garantías institucionales destinadas a: i) la organización democrática del Estado y ii) la satisfacción de los derechos.
Dicho esto, aquí se sostendrá que el gobierno ecuatoriano viene actuando como si el sistema político ecuatoriano respondiera a alguna variante contemporánea del modelo de Democracia Liberal. Sin embargo, se aclara que en este espacio no se buscará polemizar en torno al relato oficial acerca de la práctica gubernamental en relación con los derechos civiles, aunque no se dejará de asumir que la represión sobre las protestas sociales del mes de octubre pasado fue resultado de la lógica política descrita por KLEIN (2007), denominada como “doctrina del shock”. Hecha esta salvedad, se alegará que, en la variante contemporánea de aquel modelo liberal, la legitimidad política estaría condicionada a la garantía exclusiva de los derechos civiles, junto con la garantía de ciertos elementos básicos de los derechos políticos. Esto último comprende una participación democrática, por activa y por pasiva, que debiera limitarse a la elección periódica de autoridades públicas bajo procesos electorales relativamente competitivos y justos, sin perjuicio del reconocimiento de algún grado mínimo de garantías jurídicas para las manifestaciones de protesta social. De este modo, la versión predominante de la Democracia Liberal destacaría por el desequilibrio entre sus componentes liberal y democrático, siempre favorable al primero. En consecuencia, más que de un sistema democrático, podría hablarse de Posdemocracia o de Democracia Administrada.
Por otra parte, es necesario remarcar que la defensa de aquella versión predominante del modelo democrático en cuestión, sobre la que se ampararía el actual gobierno, no es única ni minoritaria en los ámbitos políticos y académicos más destacados. El actual consenso ideológico global defiende un modelo liberal de democracia representativa compatible con (o sujeto a) un sistema económico de libre mercado. Hacia allí apuntó la famosa declaración realizada por FUKUYAMA sobre el fin de la historia en vísperas de la caía del Muro de Berlín en 1989. Con el derrumbamiento del bloque soviético, la conjunción entre aquellos sistemas, el político y el económico, bajo el modelo de democracia liberal, habría sido la única forma política creíble, operativa o viable para enfrentar los problemas colectivos fundamentales. En la interpretación de ANDERSON (1996), el fin de la historia suponía que cualquier otra forma o alternativa de organización política estaría enmarcada dentro de los contornos ideológicos de ese modelo. En el contexto latinoamericano, en particular, cualquier intento por impulsar una democracia inclusiva y con contenido social sería deslegitimado por populista e iliberal y, desde una visión constitucional más que ideologizada, por antidemocrático.
Más de 30 años han pasado desde aquella profecía y su falsación resultó más que aparente, no tanto por el resurgimiento de gobiernos democráticos de corte nacional-popular que mostraron un relativo éxito económico y político reconocido por propios y extraños, o por la escalada casi imperial de un régimen autoritario como el chino, sino por la palmaria insostenibilidad de una globalización financiera que ya, en la gran recesión de 2008, había proyectado su eventual defunción. La pandemia que azota al mundo ha hecho emerger un nuevo cuestionamiento al consenso contemporáneo en torno al régimen comercial y financiero global. Hoy en día, algunos de los principales ideólogos y propagandistas de dicha clase de globalización concuerdan en la necesidad de repensarla, al menos en lo que respecta a la importancia del acceso universal a los bienes públicos, noción que apunta a bienes de naturaleza no mercantil, como es el caso de la salud o el ambiente sano. Por ejemplo, en su editorial del 3 de abril de 2020 el diario británico Financial Times, conocido defensor y propagador de la ideología liberal predominante, recomendó que se implementen reformas radicales para revertir la dirección política prevaleciente, con miras a que los gobiernos vuelvan a asumir un rol más activo en la economía, mediante una mayor inversión en servicios públicos (que ya no debía ser vista como gasto), de una redistribución de la riqueza de forma equitativa y progresiva, de la reimplementación de los derechos laborales y de una eventual renta básica.
Ahora bien, volviendo a la realidad política ecuatoriana, el argumento que aquí se esgrime parte de un cuestionamiento constitucional a la visión acerca del rol de la política democrática suscrita arbitraria e ilegítimamente por el actual gobierno, que podría englobarse en términos como Estado mínimo o limitado. En efecto, en el mes de marzo de 2019, con la suscripción de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, el gobierno hizo oficial su abrupto cambio de rumbo en materia económica. Bajo las condiciones de dicho acuerdo, el Estado ecuatoriano se comprometió a implementar un programa político integral, semejante al ya implementado en la última década del siglo pasado. En aquel entonces, la economía ecuatoriana quebró y produjo graves consecuencias políticas, económicas y sociales que conmocionaron y perjudicaron a la mayoría de la población. A día de hoy, es un hecho incontrovertible que la política gubernamental está nuevamente dirigida a realizar dicha visión. La reducción del tamaño del Estado se está concretando por medio de la liberalización del mercado financiero, comercial y laboral, de reformas tributarias bajo principios regresivos y de recortes a la inversión pública para la satisfacción de bienes básicos esenciales, entre los cuales destacan, los recortes a la salud y la educación. Debido a los previsibles resultados económicos que está arrojando aquel programa económico, esto es, su tendencia a la concentración de riqueza en la clase más adinerada y al empobrecimiento de una inmensa mayoría social, no debieran quedar dudas acerca de los intereses oligárquicos que explican su reimplementación. Un poder oligárquico históricamente predominante en las instituciones del Estado y en la sociedad civil.
En definitiva, es perentorio dar cuenta de la incompatibilidad de aquella visión liberal del Estado mínimo (y su consecuente régimen económico) en relación con las exigencias normativas de la democracia constitucional ecuatoriana, especialmente las vinculadas a las garantías institucionales para la satisfacción de las condiciones materiales para el ejercicio de la ciudadanía democrática. Una democracia que se encuentra definida, expresamente, como republicana, igualitaria, participativa y deliberativa. Para defender esta idea, se arrancará describiendo, muy a breves rasgos, el modelo liberal de democracia, junto con sus variantes contemporáneas. A continuación, se dará cuenta de la democracia republicana y de la tradición antioligárquica contenida en su modelo constitucional. Luego, se indicará el enfoque de los modelos de democracia descritos en relación con los derechos sociales. A partir de lo señalado, se enunciarán algunas disposiciones constitucionales vigentes en el Derecho ecuatoriano que configuran expresamente la estructura republicana de su sistema democrático. Con base en aquella normativa, se finalizará con una objeción, por la forma y el fondo, del viraje ideológico del actual gobierno.
DEMOCRACIA LIBERAL
En línea con OVEJERO (2008), la relación entre liberalismo y democracia ha sido siempre conflictiva. El liberalismo es una tradición política que parte de una desconfianza radical hacia el gobierno popular, motivada por un prejuicio elitista con respecto a las cualidades de la mayoría de ciudadanos que, en cuanto electores, son considerados como: ignorantes, inconsistentes, egoístas e irracionales. Ideas tales como libertad, derechos, individualismo, minorías, privacidad, pluralismo, neutralidad, constituyen parte del canon liberal. Según esta corriente, los derechos “liberales” preexisten al Estado y su garantía jurisdiccional es condición de legitimidad política. La libertad que protegen estos derechos es negativa, en el sentido de que requieren la abstención de terceros para su satisfacción.
Por su parte, la democracia exige la participación de todos los individuos, indistintamente de sus vicios o virtudes, en la toma de decisiones sobre cuestiones que conciernen a la colectividad. Cuestiones que no se encuentran previamente delimitadas por autoridad alguna, sino que son definidas dentro de la propia comunidad política. La teoría democrática defiende el autogobierno colectivo como condición de legitimidad, por medio de un sistema de toma decisiones que se rige por la regla de mayoría. La democracia se fundamenta en la soberanía popular como principio supremo, es decir, no sujeto a límites que no hayan sido decididos democráticamente. La política democrática debe estar encaminada a garantizar la libertad en igualdad de condiciones para todos los ciudadanos y debe procurar, al mismo tiempo, la participación activa de la ciudadanía en los asuntos públicos.
De acuerdo con HELD (2006), la razón de ser de la democracia liberal fue la necesidad de individuos autointeresados de juntarse en comunidad, al amparo de una autoridad política representativa de sus intereses, a fin de encontrar protección a sus derechos precomunitarios frente a terceros. Los principales elementos de este modelo, son: i) la soberanía popular como principio fundante de legitimidad política, representada por agentes elegidos por mayoría popular bajo elecciones periódicas, competitivas y justas; soberanía que debe estar regida por ii) un Estado de Derecho, es decir, por un poder político impersonal basado en reglas y dividido en funciones ejecutiva, legislativa y judicial; que, a su vez, debe estar limitada por iii) derechos fundamentales (los liberales) garantizados por un poder judicial independiente de la política democrática. De este modo, la democracia liberal pretende dar una solución institucional frente a la desconfianza del liberalismo hacia la política mayoritaria y frente a la exigencia democrática de la supremacía de la soberanía popular. Solución que se logró únicamente ante una redefinición minimalista del concepto de democracia que la ha disminuido a sus componentes más básicos, tales como: representación, rule of law (liberal) y derechos fundamentales.
Liberales contemporáneos como LANDAU (2018) podrían suscribir perfectamente esta noción de democracia que no debiera estar sometida únicamente a un poder judicial irresponsable frente a ella, sino también a una normatividad internacional compuesta por agencias técnicas de gobernanza global y tribunales de justicia o arbitraje en materia comercial y, hasta cierto punto, en materia de derechos humanos. Sin embargo, otro tipo de liberales como WALDRON (2016) critican esta versión extrema de un gobierno democrático limitado, apuntando a la incompatibilidad del principio de soberanía popular frente a un principio como el de supremacía judicial.
POSDEMOCRACIA – DEMOCRACIA ADMINISTRADA
Como fuera dicho, las variantes contemporáneas del modelo de Democracia Liberal han puesto el énfasis en la potencial tiranía del gobierno de mayorías. En este sentido, defienden limitaciones cada vez más amplias sobre los poderes democráticos del Estado, limitaciones jurídicas que deben estar sujetas a la aplicación de poderes irresponsables frente a las mayorías ciudadanas. Una de aquellas variantes es la denominada Posdemocracia. Para CROUCH (2004), se trata de un tipo de régimen elitista que surge luego de una experiencia democrática. Este régimen mantiene los componentes liberales mínimos de un sistema democrático: igualdad formal, representación política, elecciones periódicas relativamente justas y competitivas. Visto así, es distinto al sistema antidemocrático propio del liberalismo clásico. Sin embargo, como en aquel, el poder económico encuentra correlato inmediato en poder político y jurídico.
Ciertamente, en la Posdemocracia los intereses de una minoría poderosa son centrales. Las instituciones contramayoritarias están cooptadas por la élite y toda limitación jurídica sobre aquel poder es manipulada y torcida lo suficiente como para resultar ineficaz. Los representantes políticos, en vez de avanzar los intereses del electorado que los eligió, se convierten en operadores de la minoría social más poderosa. Además, la participación directa de la ciudadanía es desincentivada o simplemente erradicada. La prensa privada tampoco escapa al control de las élites. Prácticas características de este régimen son: “puertas giratorias”, “cabildeo”, “redes clientelares”, privatizaciones, política electoral dependiente del poder financiero, judicialización de la política democrática, constitucionalismo y/o gobernanza global. Aquellas prácticas redundan en la apatía, frustración y desilusión de la ciudadanía frente a la política democrática. En contextos como éste, los electores deben ser seducidos por medio de mecanismos de publicidad propios de la industria comercial, para que acudan a votar por el candidato que más simpatía les genere, independientemente de sus convicciones democráticas, de tener alguna.
En otra de sus variantes, la Democracia Liberal puede adoptar la forma de una Democracia Administrada. De acuerdo con WOLIN (2008), una democracia de este tipo es aquella donde el gobierno se ejerce mediante la aplicación de habilidades de gestión empresariales. Éstas se caracterizan por una gobernanza de “expertos”, experimentados en el mundo de los negocios, que está enfocada en la obtención del mayor rendimiento económico o utilidad. Es un hecho que el modelo de gobernanza asume, como cuestión de principio, la lógica del mercado y la persecución de eficiencia por encima de criterios que apunten a la justicia social. De allí que la privatización sea la principal política a implementar. La “cesión” de funciones constitutivas de la política pública, implicada por las privatizaciones, resta contenido democrático al poder político. Por consiguiente, la ideología privatizadora requiere la imposición de un nuevo “sentido común”, que se traduce en la identificación de toda intervención estatal con socialismo o comunismo. Dicha situación se logra a través de todo un aparataje mediático, propagandístico y publicitario.
Por otra parte, aunque la Democracia Administrada mantenga la defensa nominal de las formas democráticas, su acento está puesto en la imposición de una particular visión del constitucionalismo liberal, que requiere la limitación del poder público a la exclusiva garantía de las libertades civiles y de prensa, junto con un férreo sostenimiento a la independencia del poder judicial respecto del poder democrático. La política democrática, en vez de consistir en la construcción de consensos en torno a los intereses y/o necesidades de una ciudadanía empoderada, es reducida a la gestión de supuestos consensos entre personas “razonables”. De este modo, la representación política queda desfigurada. Adicionalmente, como sucede con la Posdemocracia, la política electoral se ve circunscrita a la saturación de propaganda partidista, basada en estrategias de expertos en comunicación política que atienden a continuas mediciones del humor del electorado. Los procesos electorales no están pensados para la confrontación de ideas y de propuestas, sino para la formulación reiterativa de eslóganes o mensajes cortos y sencillos.
DEMOCRACIA REPUBLICANA
La democracia republicana o la república democrática, adopta una postura distinta frente a la política en general. La versión radical desarrollada por McCORMICK (2011), parte de las tres siguientes hipótesis: que la economía es inextricable de la política, es decir, que el poder económico redunda en poder político; que el principal conflicto político dentro de una república es el protagonizado entre las clases más adineradas, la élite, y los más pobres, el pueblo; y, que la democracia tiene como objeto evitar que siempre sea la minoría más poderosa quien decida -para su propio beneficio- cómo resolver los problemas fundamentales de la comunidad política. De ello se desprende que el peligro fundamental que debe enfrentar una democracia republicana no sea la tiranía de la mayoría, como apunta la democracia liberal, sino la corrupción entendida como la obediencia del gobierno a exclusivos intereses particulares, es decir, el sometimiento del gobierno popular al poder arbitrario de una élite económica. Sin duda la tiranía de la mayoría es otra de las principales preocupaciones de este modelo, pero los demócratas radicales asumen que toda decisión democrática, tendiente a limitar el poder de la élite, llegará a ser calificada de tiránica y será objeto de una feroz e intensa oposición. Así fue en casos tan fundamentales como la abolición de la esclavitud o el reconocimiento y extensión de derechos civiles, políticos y laborales. Por esta razón, entonces, ponen mayor acento en la cooptación del gobierno democrático por parte de la élite.
Como se observa, este modelo se caracteriza por su antielitismo y por su marcado compromiso con la igualdad política que siempre será dependiente de la igualdad económica. Según HABERMAS (1999), a diferencia de la libertad negativa del liberalismo, la libertad republicana es positiva y consiste en la capacidad de participación de todos los posibles afectados en las decisiones colectivas. Así, el estatus de ciudadanía no está determinado por las libertades negativas, sino por los derechos de participación y comunicación que constituyen libertades positivas. En otras palabras, la libertad republicana no garantiza la libertad de coacción externa, sino la participación en una práctica común en calidad de sujetos políticamente responsables de una comunidad de personas libres e iguales.
En la variante participativa de PATEMAN (1970), la participación política constituye un rasgo fundamental de la democracia republicana, la misma que descansa en una noción de legitimidad política dependiente de la implementación de prácticas sociales e institucionales que posibiliten el involucramiento político de la ciudadanía en los asuntos colectivos, especialmente de los directamente afectados por tales asuntos. La democracia participativa está definida por su defensa al principio de igualdad política efectiva o material, al mayor grado posible de autogobierno colectivo en las cuestiones políticas y a un grado de simetría en las relaciones de poder en otros ámbitos de la vida social, tales como el laboral. A diferencia de la democracia representativa, que limita la participación directa de la ciudadanía a cuestiones fundamentales, tales como la reforma constitucional o la cesión de soberanía, la democracia participativa defiende la implementación de nuevos mecanismos institucionales pensados para dar un mayor protagonismo a la voluntad directa de la ciudadanía en los asuntos ordinarios de la política democrática, a saber: consultas previas y vinculantes para ejecución de megaproyectos, presupuestos participativos o iniciativas populares.
Una versión menos radical y tendencialmente elitista del modelo republicano, es la denominada democracia deliberativa. En la versión de PETTIT (1999), este modelo parte de una dimensión intermedia de libertad, entre la negativa y la positiva, que consiste primordialmente en la no-dominación. La libertad como no-dominación da cuenta de aquella condición o estatus de una persona que no está sometida a interferencias arbitrarias por parte de terceros o del Estado. A diferencia de la noción positiva, la libertad como no-dominación no pone en el centro a la participación política como factor determinante para la autorrealización humana ni tampoco para la legitimidad política del gobierno republicano. Aunque éste debiera garantizar la participación de todos los potencialmente afectados por una decisión política, esta exigencia quedaría satisfecha ante la sola existencia de esquemas institucionales de “disputabilidad deliberativa”. Es decir, mecanismos jurídicos contramayoritarios a disposición de todas las personas potencialmente afectadas por una decisión mayoritaria. Por su parte, autores como NINO (1997) defendieron una modalidad de participación encausada por procedimientos que garantizasen el mayor grado posible de imparcialidad y corrección de las decisiones políticas. No bastaba con garantizar un mayor protagonismo político de la ciudadanía, lo que la democracia deliberativa debía procurar era una mejor calidad de las decisiones políticas. En este sentido, la legitimidad política de un gobierno no estaba condicionada al apego irrestricto a la voluntad popular, sino al sometimiento a procesos deliberativos que debían regirse por principios de igualdad, inclusión, apertura, publicidad, participación. Según deliberativistas como MARTI (2006), al igual que en el modelo radical, la igualdad política presupuesta en este modelo requiere tanto de igualdad de recursos materiales como de igualdad de capacidades. Esta exigencia igualitaria constituye una de las precondiciones de la deliberación colectiva en ausencia de las cuales el ideal democrático perdería valor.
CONSTITUCIONALISMO ANTIOLIGÁRQUICO
De acuerdo con el concepto de WINTERS (2011), la oligarquía es un sistema político compuesto por actores sociales que reclaman para sí (o detentan) una riqueza económica extrema que se traduce en poder político, muchas veces ilimitado. En la actualidad, los regímenes oligárquicos están compuestos por civiles que no necesariamente están directamente inmiscuidos en la política democrática. A los oligarcas les basta traducir su enorme riqueza en poder público suficiente como para impulsar una agenda política dirigida a defender, mantener, asegurar o incrementar su posición social privilegiada. Hoy en día la oligarquía cuenta con la protección de toda una industria nacional e internacional compuesta por profesionales expertos en ámbitos tan dispares, como: el político, el judicial, la diplomacia, el periodismo, la academia, las fuerzas de seguridad, entre otros.
Como producto de esta industria, podría considerarse la vigencia de regímenes supraconstitucionales que garantizan una política impositiva regresiva y la existencia de paraísos fiscales, junto con derechos de propiedad privada casi supremos. Otro de sus productos ha sido la propagación global (y la instalación en el “sentido común”) de la ideología imperante en los últimos 40 años. Ideología que promueve, entre otras cosas, la austeridad fiscal y los recortes al gasto público; la reducción del tamaño del Estado y la privatización de empresas estatales prestadoras de servicios públicos; la liberalización de los mercados comerciales, financieros y laborales, por medio de la eliminación de aranceles a los bienes y servicios, de un sistema tributario de impuestos indirectos y de la flexibilización del marco jurídico laboral.
Ahora bien, el constitucionalismo antioligárquico es una corriente teórica estadounidense que se desprende del modelo republicano de democracia. Según FISHKIN & FORBATH (2014), esta tradición constitucional parte de la siguiente premisa: un régimen oligárquico es incompatible con una constitución republicana que, por definición, debe contar con límites normativos implícitos o explícitos sobre el poder oligárquico. Dicho de otro modo, para garantizar el cumplimiento de las condiciones de posibilidad de una república democrática, deben imponerse eficazmente las disposiciones constitucionales antioligárquicas. Esta teoría constitucional apunta a que el principio igualitario de ciudadanía, que toda constitución republicana prevé, debe asegurar la más amplia distribución de poder político entre la población, mediante la constante redistribución de las ventajas políticas obtenidas en virtud de la riqueza, la educación y la influencia social.
Visto así, la situación socioeconómica de los individuos es determinante para el estatus de ciudadanía política. Por ello, resulta necesaria la implementación de una política económica tendiente a garantizar la satisfacción de los derechos de ciudadanía a toda la población, junto con iguales oportunidades de acceso a los mercados. En este sentido, resulta esencial que los ciudadanos cuenten con un orden constitucional que les brinde protección por medio de garantías institucionales y políticas, a cargo de un gobierno democrático con poder suficiente para avanzar los intereses mayoritarios de la población. No sería sensato esperar remedios institucionales provenientes de los poderes políticos contramayoritarios, que suelen ser fácilmente cooptados por el poder oligárquico. Históricamente, el poder judicial ha sido hostil e indiferente ante los reclamos igualitarios de una ciudadanía relegada política y socialmente. De allí que, para hacer frente a una potencial autocracia económica o a la entronización de una minoría, el constitucionalismo antioligárquico deba ampararse en los órganos políticos de origen democrático, es decir, el legislativo y ejecutivo, como principales instituciones responsables de implementar la política social exigida por los componentes democráticos y republicanos del Estado.
En definitiva, un sistema democrático siempre estará ante el peligro que supone la relación de reforzamiento mutuo entre la concentración excesiva de riqueza material y un poder político desproporcionado en manos de una minoría. Este peligro oligárquico constituye la principal amenaza hacia los fundamentos democráticos y republicanos de un Estado constitucional. No es implausible asumir que esta amenaza se encuentra representada actualmente por la ortodoxia vigente desde el Consenso de Washington en 1989. Tampoco es implausible argumentar que la Posdemocracia y la Democracia Administrada son las expresiones políticas de aquella ortodoxia económica. Por tanto, para erradicar el carácter antidemocrático del liberalismo contemporáneo, es necesario la instauración de una política económica distinta. Para lo cual, resulta indispensable contar con la intervención de un poder democrático eficaz, sustentado en la fortaleza de las mayorías ciudadanas de cada Estado democrático.
DERECHOS SOCIALES Y DEMOCRACIA
Según ATRIA (2013), en la noción contemporánea de democracia liberal, esa que conjuga representación electoral y libre mercado, se entiende a los derechos sociales como derechos a un mínimo. Así, los derechos sociales no serían derechos que manifiesten un ideal de igualdad efectiva o material, sino que serían expresión de una racionalidad tendiente a la estabilidad del sistema político, por medio de la protección contra la pobreza. En vez de entender que aquellos derechos deben garantizar la prestación universal de bienes públicos, las versiones predominantes de la democracia liberal llaman derechos sociales a aquellos requerimientos jurídicos que sirven para paliar la dureza del mercado sobre quienes carecen de recursos económicos. Consecuentemente, aprueban la provisión de subsidios para asegurar a los pobres su acceso al mercado o la prestación estatal focalizada de ciertos bienes, pero siempre condicionada a un gasto público eficiente, es decir, al costo mínimo. En este sentido, la focalización de las prestaciones estatales gratuitas deberá ser para el beneficio exclusivo de quienes se encuentren, de hecho, en condición de pobreza, situación que se logra asegurando que dichos servicios sean lo suficientemente precarios para que no sean demandados por quienes sí cuenten con recursos suficientes. Esto es así, puesto que la calidad óptima de una prestación estatal gratuita supondría la pérdida de rentabilidad de un potencial negocio privado.
Por su parte, para una visión republicana de la democracia los derechos sociales constituyen derechos de ciudadanía. De acuerdo al concepto de ciudadanía de MARSHALL (1949), éste refiere a un estatus político que presupone el acceso efectivo a los recursos básicos necesarios para el ejercicio de los derechos y deberes en pie de igualdad. Dicho de otro modo, la calidad de ciudadano con pleno derecho a participar en la vida pública, no solamente implica la satisfacción de las condiciones materiales mínimas, también implica la igualdad material entre ciudadanos y ello se traduce en la ausencia de desigualdades estructurales. De tal forma, los derechos sociales deben asegurar la prestación universal de los bienes públicos necesarios para la satisfacción de las condiciones básicas de ciudadanía, mediante una distribución igual de los recursos materiales que deberán estar a disposición de todos los ciudadanos, sin discriminar por razones socioeconómicas, como sí sucede en el mercado. Sin este tipo de igualdad no podría existir una democracia republicana de tipo participativa, comprometida con el autogobierno colectivo en tanto exigencia del principio de soberanía popular. Con menor razón, en ausencia de igualdad material, podrá predicarse proximidad al ideal deliberativo de la democracia.
Para FERRAJOLI (2013), el referido concepto de ciudadanía forma parte sustancial de su modelo de democracia social, el mismo que se fundamenta en la garantía de los derechos sociales reconocidos constitucionalmente. Derechos que consisten principalmente en expectativas positivas de prestación estatal en materia de alimentación, seguridad social, salud, vivienda, educación, etc. Estas garantías positivas de prestación son las que diferencian a los derechos sociales de los derechos liberales, que requieren garantías negativas de no lesión. A pesar de esta diferencia, el filósofo italiano sostiene que existe una relación de complementariedad entre ambas clases de derechos: la satisfacción de los derechos sociales asegura los “prerrequisitos” de la dimensión política de la democracia liberal. Por consiguiente, sin prestaciones sociales a los bienes esenciales, el empobrecimiento y la marginación de amplios sectores sociales redundaría en el aumento de la inseguridad, de las tensiones sociales y de la inestabilidad política. La cuestión central de los derechos sociales es que su satisfacción integral requiere un aumento sustancial de los niveles de inversión pública y ello solamente podría lograrse mediante órganos estatales lo suficientemente empoderados como para expedir una legislación redistributiva por medio de un régimen impositivo progresivo. Aquel régimen necesariamente deberá afectar a la clase social más adinerada. Sin embargo, es corroborable que la garantía social de estos derechos ha resultado ser determinante para el crecimiento económico, tal como lo evidencian las economías de los Estados de Bienestar más desarrollados.
DEMOCRACIA CONSTITUCIONAL ECUATORIANA
En la Constitución vigente, los principios democráticos que rigen al Estado ecuatoriano constituyen parte de sus elementos esenciales reconocidos expresamente. De arranque establece que el Ecuador es una democracia cuyo Estado está organizado bajo una forma republicana. Además, que el fundamento de la autoridad política es la voluntad del pueblo que se expresa por dos vías: 1) los órganos del poder público y 2) la participación directa de la ciudadanía, artículo 1. Por su parte, el artículo 3 #8 impone al Estado el deber primordial de garantizar las bases materiales de una sociedad democrática. Con una exhaustividad notable, los derechos constitucionales de participación democrática constan dentro de los 8 numerales del artículo 61, entre los cuales se encuentran: el derecho a elegir y ser elegidos, a participar directamente en los asuntos de interés público y a fiscalizarlos, a ser consultados, entre otros. Derechos que se fundamentan en los principios de participación ciudadana enunciados en el artículo 95: igualdad, autonomía, deliberación pública, respeto a la diferencia, control popular, solidaridad e interculturalidad. Asimismo, la Constitución prevé distintos mecanismos de democracia directa, como lo son: referéndum, consulta popular, iniciativa popular normativa, revocatoria del mandato, derecho de resistencia, entre otros. Estas bases participativas se extienden también a la esfera del trabajo y la producción. El artículo 334, concretamente, impone la democratización de los factores de producción y obliga al Estado a evitar la concentración de recursos productivos, a promover su redistribución y a eliminar los privilegios o desigualdades en el acceso a ellos. Esta última dimensión participativa resulta determinante para el argumento acerca del modelo de democracia ecuatoriana.
En cuanto a la garantía del estatus de ciudadanía democrática, la igualdad política republicana está reconocida como deber primordial del Estado que se garantiza por medio de un plan de desarrollo tendiente a la erradicación de la pobreza y la redistribución de la riqueza, artículo 3 #1 y 5. La dimensión material y real de la igualdad, así como el desarrollo progresivo de los derechos que son su condición de posibilidad, constituyen principios que deben gobernar el ejercicio de todos los derechos y garantías constitucionales, según el artículo 11 #2 y 8. Los derechos del buen vivir, aquellos que precautelan las bases sociales mínimas iguales para todos, tales como alimentación, salud, vivienda, educación y trabajo, se encuentran ampliamente enunciados en el capítulo segundo del título dos y su reconocimiento se reitera bajo la modalidad de derechos de libertad, en los términos del artículo 66 #2. Sin embargo, las más importantes garantías para la satisfacción de estos derechos de ciudadanía no son, tal como apuntaría la ideología predominante, las jurisdiccionales, sino las institucionales, aquellas que se fundamentan en los principios republicanos antioligárquicos.
Efectivamente, como garantía de los derechos de ciudadanía, el artículo 85 ordena que la formulación y ejecución de las políticas públicas sobre la prestación de servicios públicos, se rijan por los principios de distribución equitativa y solidaria, prevalencia del interés general y participación ciudadana. Sumado a ello, la Constitución prevé un régimen desarrollo amplio y taxativo, cuyo objetivo central es, de acuerdo al artículo 276 #2, la construcción de un sistema económico justo, democrático, solidario y sostenible, basado en la distribución igualitaria de los beneficios del desarrollo y de los medios de producción, junto con la generación de trabajo digno. Además, el citado régimen impone como objetivo de la política económica el aseguramiento de una adecuada distribución del ingreso y de la riqueza nacional y, respecto de la política fiscal, el objetivo de la redistribución del ingreso por medio de transferencias, tributos y subsidios adecuados, en conformidad con los artículos 284 #1 y 285 #2, respectivamente. En cuanto al régimen tributario e impositivo, el artículo 300 dispone que: i) deberá regirse por los principios de progresividad y equidad, entre otros; ii) deberá priorizar expresamente los impuestos directos y progresivos; y, iii) que deberá promover la redistribución. Por su parte, el artículo 304 #4 establece como objetivo de la política comercial la reducción de las desigualdades internas. Adicionalmente, la presente catástrofe sanitaria amerita hacer referencia específica a las garantías institucionales vinculadas a la salud pública. El artículo 334 impone la responsabilidad estatal de fortalecer el servicio público de salud y el artículo 336 impone expresamente el deber estatal de financiamiento público del derecho a la salud.
El propósito de la enunciación de esta normativa es dar cuenta de los rasgos centrales que caracterizan al Estado Constitucional ecuatoriano. Resulta evidente la relevancia de la participación popular directa como fuente de legitimidad democrática, al igual que el mandato perentorio para la garantía de los derechos sociales de ciudadanía a todos por igual. Destaca también el compromiso ineludible con la igualdad política republicana que se refleja en un régimen de desarrollo marcadamente antioligárquico. Probablemente de forma inédita, la Constitución ecuatoriana cuenta con un régimen antioligárquico precisado al detalle en lo que respecta a las políticas económicas, financieras, comerciales, tributarias y laborales, Por tanto, es perfectamente válido aseverar que el ordenamiento constitucional en análisis es especialmente excluyente en cuanto a la política económica que el gobierno está autorizado a implementar.
LEGITIMIDAD DEMORÁTICA DEL GOBIERNO
La democracia ecuatoriana no se reduce a la mera elección periódica de representantes políticos con potestades para gobernar según sus deseos o intereses particulares. Los órganos políticos se encuentran sometidos a un exhaustivo régimen jurídico tendiente a limitar sus actuaciones y también a empoderar sus capacidades para la realización de los valores y principios constitucionales. Primordialmente, los cargos públicos elegidos directamente por la ciudadanía deben representar los intereses mayoritarios de los electores, quienes les otorgan su apoyo motivados, normalmente, bien por adhesión a la convicción ideológica de su organización política, bien por suscribir el mismo proyecto político o bien por preferir su programa electoral defendido durante la campaña. En otras palabras, la decisión del electorado suele estar condicionada por el lineamiento ideológico y el programa político propuesto por los candidatos, especialmente en la elección del cargo público para liderar la función ejecutiva del Estado.
En general, la elección presidencial depende del grado de representación (o identificación) entre aquella opción política y el interés particular y/o propia visión de país del electorado. Por este motivo, no debe resultar extraño que exista una estrecha relación entre el nivel de aceptación del presidente y el grado de apego a su oferta política. Aunque sería altamente cuestionable pensar en sentido contrario, esto último podría no suceder siempre. Pueden darse casos en donde los electores decidan en contra de sus convicciones, intereses o preferencias. Definitivamente no es el caso en análisis. A partir del año 2018, los estudios metroscópicos corroboran que el aumento en el nivel de desafección de la base electoral original del actual presidente, coincide con las primeras políticas económicas adoptadas en sentido contrario a la ideología de su organización política. Aquellas políticas económicas resultaron ser diametralmente distintas a su proyecto político original y expresamente contrarias a su programa electoral.
Es un hecho que el partido al frente del gobierno continúa definiéndose, según su reglamento interno (2018), como una organización política de izquierda y progresista, que hace suya la lucha contra la dominación, explotación, injusticia, para la construcción de una sociedad democrática, equitativa, etc. Dicho marco estatutario coincide exactamente con la plataforma electoral sobre la que se construyó la candidatura del ahora primer mandatario (2017). En el centro de su campaña presidencial estuvo la garantía de continuidad con la visión política del presidente saliente. Sin duda, lo determinante para su victoria fue la promesa electoral del sostenimiento del modelo económico entonces vigente. El debate electoral en torno a la política económica a implementar caracterizó aquella campaña presidencial. Su principal contendiente perdió las elecciones, entre otras razones, por el rechazo generalizado y mayoritario a su proyecto de país. Justamente, aquel proyecto estaba fundamentado en la visión del Estado mínimo y centraba sus propuestas económicas en la liberalización de los mercados.
Como ya fuera anotado, muy a pesar de lo defendido y prometido, al año de haber sido elegido el actual presidente cambió de rumbo político. Bajo aquel nuevo rumbo, el gobierno fue implementando medidas económicas que, de forma progresiva, están alejándose de los intereses y preferencias de la base electoral mayoritaria. Dicho cambio se ha caracterizado por su poca transparencia, por la escasez de debate público, por su falta de consenso mayoritario de la ciudadanía y por la ausencia de buenas razones públicas. En contextos como el descrito, es perfectamente plausible calificar al cambio de orientación política como fraude electoral, pues su arbitrariedad e ilegitimidad democrática han resultado ser notorias.
CONCLUSIÓN
Ante la amplitud de la normativa constitucional establecida para modelar la democracia ecuatoriana y para garantizar su férreo compromiso con el estatus de ciudadanía, debería quedar corroborado, al menos, que no toda visión acerca de la política democrática es compatible con su texto constitucional. Evidentemente, no lo pudiera ser aquella visión de la política democrática basada en la ideología liberal del Estado mínimo, propia de los modelos liberales de la Posdemocracia o Democracia Administrada. Con mayor razón, entonces, considerando que la sociedad ecuatoriana padece de rasgos marcadamente oligárquicos, que dan cuenta de su enorme desigualdad material y sus altos niveles de pobreza. Bajo el padecimiento de tales males, debería resultar por demás sospechosa una interpretación constitucional, autoritativa o académica, que no dé cuenta del carácter vulneratorio del desmantelamiento del Estado, de sus agencias de provisión de bienes públicos, con respecto a los derechos sociales y a su régimen de desarrollo. La conjunción entre el incumplimiento sistemático y generalizado de las garantías institucionales de los derechos sociales y del fraudulento accionar del actual gobierno, da cuenta de un ejercicio del poder público ilegítimo democráticamente e inválido constitucionalmente.
En definitiva, la democracia constitucional ecuatoriana no parece responder a las exigencias de la democracia liberal contemporánea, en lo que respecta a: i) la noción de soberanía política y el alcance de la participación política requerido; ii) la concepción de los derechos fundamentales y el carácter de los derechos sociales de ciudadanía; iii) la dimensión de la igualdad política y el significado de la ciudadanía democrática; iv) la relación entre la economía y la política y el modelo económico compatible con el sistema democrático; v) las esferas de actuación de las funciones del Estado y el protagonismo de los poderes políticos mayoritarios. Este modelo democrático está comprometido con la participación activa de los ciudadanos en la adopción de decisiones políticas, bajo el goce igualitario de las condiciones materiales básicas. Noción de igualdad que no puede reducirse a la mera formalidad liberal, sino que debe ser entendida como constitutiva del estatus de ciudadanía democrática. Por esta razón, el presupuesto de legitimidad política del modelo en referencia requiere la satisfacción de todas las garantías institucionales propias de aquel estatus. La vigencia de los derechos sociales o del buen vivir y de los derechos políticos o de participación, junto con el régimen de desarrollo antioligárquico previsto para su cumplimiento, hacen incompatible la democracia ecuatoriana con las variantes predominantes del modelo liberal de democracia.
Para cerrar, se concluirá con la siguiente afirmación: por ser contraria a la garantía constitucional del estatus de ciudadanía democrática y por ser adoptada de forma arbitraria, ilegítima y fraudulenta, la política económica de austeridad y ajuste, concretada en recortes presupuestarios a la inversión estatal en la prestación de servicios públicos, además de constituir una afrenta a la parte dogmática de la Constitución, aquella de los derechos en general, pero de los derechos sociales en particular, constituye también una violación flagrante a la organización democrática del Estado y al régimen de desarrollo antioligárquico previsto en la Constitución. Y es bajo esta caracterización, como un modelo político profundamente antidemocrático, además de inconstitucional, que habría que plantear la crítica política y académica en contra de las variantes democráticas del liberalismo contemporáneo, que, como fuera mostrado, no tienen cabida ninguna dentro del Estado Constitucional ecuatoriano.
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